¿Puede la ciencia ayudarnos a romper malos hábitos?
Columna por Jerome Groopman, publicada originalmente en inglés en The New Yorker el mes de octubre.
Hace varios años, compré un smartphone y pronto llegué a amarlo. Ser capaz de enviar un e-mail, buscar un dato, o comprar algo sin importar en qué lugar me encontraba significó un aumento de productividad previamente inimaginable. Cada vez que recibía un e-mail, el teléfono emitía un ping y me encargaba de lo que fuera, orgulloso de mi eficiencia. Los mensajes de texto llegaban con tonos de trompetas y eran similarmente despachados. Pronto, estaba recurriendo a mi aparato cada vez que emitía un sonido, como un perro de Pavlov salivando con el sonido de la campana. Esto comenzó a intervenir con mi trabajo y mis conversaciones. La máquina parecía ser un sirviente milagroso, pero fui yo quien gradualmente se convirtió en su esclavo.
Siempre me he enorgullecido de mi fuerza de voluntad. Como la mayoría de las personas que han pasado por algún tipo de entrenamiento médico – con sus madrugadoras horas y largas jornadas mientras tus amigos están de fiesta – había establecido una marca personal de gratificación retrasada.
No importaba. Cuando intentaba poner mi celular en silencio, terminaba revisándolo incluso más a menudo, por si acaso había algo que necesitaba de mi atención. La única vez que logré resistir fue durante Shabbos (festividad judía), donde no leo mis e-mails. Pero miraba el reloj, contando las horas hasta poder prender el objeto de nuevo. Por primera vez, podía imaginar qué sentiría un fumador con antojo de cigarros. Revisar el smartphone se había convertido en un mal hábito que no podía romper.
Los hábitos, buenos y malos, han fascinado a filósofos y legisladores desde hace muchísimo tiempo. Aristóteles, en su “Ética Nicomachea”, examinó nociones existentes de virtud ofreció este resumen: “Algunos pensadores sostienen que es por naturaleza que las personas se hacen buenas, otros que es por hábito, y otros que es por instrucción”. Él concluyó que los hábitos son los responsables. Cícero llamó al hábito una “segunda naturaleza”, una frase que continuamos usando. Y cuando Alexander Hamilton, en su Papel Federalista n°27, consideró cómo crear ciudadanos que obedecieran las leyes federales de la recientemente formada república, hizo uso de otra frase proverbial: “El hombre es en gran medida una criatura de hábito”. Si la ley federal permeaba asuntos a nivel estatal, parecería parte de la vida cotidiana. “Mientras más circule en esos canales y corrientes en donde las pasiones de la humanidad fluyen naturalmente, menos requerirá la ayuda de violentos y peligrosos recursos de coacción”, escribió.
En la era moderna, los hábitos se han transformado en un área significativa de la investigación científica. Psicólogos han explorado la génesis de la conducta habitual y su impacto en la salud y la felicidad. William James, haciendo eco de Aristóteles, escribió, “Toda nuestra vida, en cuanto tenga una forma definitiva, consiste en una masa de hábitos -prácticos, emocionales e intelectuales… llevándonos irresistiblemente hacia nuestro destino”.
A pocos de nosotros nos gusta pensar en términos tan pasivos. ¿Qué ocurre con la fuerza de voluntad? Las marcas apuntan a nuestra capacidad de acción con eslóganes como “Just Do It” (Sólo hazlo, Nike) y “Declare Your Path” (Declara tu camino, New Balance). Mucha psicología popular también apoya nuestra creencia en el autocontrol. En el famoso experimento del malvavisco de Standford, dirigido por Walter Mischel en la década de los 60’, niños fueron sentados solos frente a un malvavisco y se les atribuyó cierto puntaje si resistían el deseo de comérselo. El resultado determinaba el nivel de “función ejecutiva” de cada niño, la cual supuestamente distingue a los ganadores de los perdedores, prediciendo cosas como calificaciones en las pruebas de ingreso universitario, duración de sus relaciones y éxito profesional. ¿Pero cómo, si solo somos criaturas de hábito?
En “Buenos Hábitos, Malos Hábitos”, la psicóloga social Wendy Wood refuta tanto el determinismo de James como los superficiales llamados a ser proactivos, y busca entregarle al lector ideas más realistas acerca de cómo romper hábitos. A partir de su trabajo en el campo, ella ve la tarea de mantener conductas positivas y reprimir las negativas como una interacción de decisiones y factores inconscientes. Nuestras mentes, explica Woods, poseen “múltiples mecanismos, separados pero interconectados, que guían nuestra conducta”. Pero sólo somos conscientes de nuestra habilidad para tomar decisiones – fenómeno conocido como “ilusión introspectiva” – y esa puede ser la razón por la cual sobrestimamos nuestro poder. Las funciones ejecutivas que hacen posible la fuerza de voluntad nos dan, escribe, “el sentido de acción que reconocemos como ‘yo mismo’”. Pero eso significa un costo en términos de esfuerzo. Para seguir con nuestras vidas, debemos hacer que ciertas conductas sean automáticas.Resonancias magnéticas han permitido a los investigadores tener un vistazo de las respectivas redes neuronales que se activan durante tareas rutinarias y conscientes. Un escáner cerebral de alguien que aprende una nueva tarea muestra actividad en la corteza prefrontal y el hipocampo, redes asociadas a la toma de decisiones y del control ejecutivo. Con la repetición de una tarea, la actividad cerebral se traslada hacia áreas del putamen y del ganglio basal, en lo profundo de lo que Wood llama la “maquinaria rudimentaria de nuestras mentes”. Ahí, una tarea es transformada en hábito.
Estas áreas más primitivas del cerebro demandan menos energía mental. Secuencias de acciones completas se unen, en un proceso llamado “fragmentación” (“chunking” en inglés). Cuando nos subimos a un auto y manejamos, no necesitamos pensar por separado acerca de las acciones de abrocharse el cinturón, encender la ignición, poner el auto en el cambio correcto, chequear los espejos y el punto ciego, y presionar el pedal. Todos estos pasos, unidos en una misma unidad de memoria, son gatillados por la sola señal ambiental de entrar al vehículo. Esto nos libera para concentrarnos en aquello que más requiere nuestra atención consciente. Nos permite pensar hacia dónde vamos o en las tareas del día, y al mismo tiempo mantener un ojo en el camino.
Originalmente, la investigación de Wood se centraba no en los hábitos, sino en la persistencia. Para comportamientos ocasionales, como recibir una inyección, lo único que se requería eran decisiones conscientes. Para conductas que suponen repetición, sin embargo, los hábitos son cruciales. William James estimó que “el 99% o, más posiblemente, el 99,9% de nuestra actividad es puramente automática y habitual”. Estaba adivinando; Wood, en cambio, realizó un estudio que cuantifica de forma precisa qué tan a menudo por hábito las personas. Utilizando una técnica de investigación conocida como muestreo experiencial, hizo que los participantes grabaran por dos días lo que hacían mientras lo hacían. Los resultados variaron a través de los grupos estudiados, pero el descubrimiento básico fue que nuestras acciones son habituales un 43% del tiempo.
Esto explica por qué el conocimiento consciente no es suficiente en sí mismo para cambiar la conducta, y por qué tantas iniciativas públicas que buscan educar a la gente sobre alternativas saludables tienden a fracasar. En 1991, el Instituto Nacional del Cáncer de EE.UU determinó que sólo el 8% de los norteamericanos sabían de la recomendación de comer al menos cinco porciones de frutas y verduras al día. Una campaña nacional fue declarada: 5 a Day For Better Health. Seis años más tarde, 39% de los norteamericanos sabía acerca de las cinco porciones diarias, casi 5 veces el porcentaje original, pero las dietas mismas apenas habían cambiado. El 2007, oficiales del gobierno lo intentaron de nuevo, lanzando un programa llamado Fruits & Veggies – More Matters (“Frutas y Vegetales – Más Importa”). Aún así, para el 2018, sólo un 12% de los norteamericanos comía las dos porciones recomendadas de fruta diaria, y solo un 9% comía tres porciones de vegetales. Simplemente informarnos acerca de lo que nos hace bien no funciona, porque gran parte de nuestra alimentación, cocina y compras son gobernadas por el hábito.
En el experimento de Mischel con el malvavisco, solo un cuarto de los sujetos fue capaz de resistir las ganas de comerse el malvavisco por 15 minutos. Esto implica que a la basta mayoría de nosotros nos falta el autocontrol necesario para tener éxito en la vida. Pero una parte menos discutida del estudio sugiere una manera de rodear nuestra fragilidad. Los investigadores compararon los resultados de dos situaciones: en una, los niños podían ver el malvavisco frente a ellos; en la otra, sabían que estaba allí pero no podían verlo. En promedio, los niños duraron sólo seis minutos cuando se les presentó una tentación visible, pero lograron aguantar 10 minutos si el dulce estaba escondido. Para Wood, este resultado sugiere que el autocontrol es “no tanto una disposición inherente, sino que un reflejo de la situación en la que nos encontramos”. Algunas pequeñas modificaciones a nuestro ambiente nos permitirían emular a aquellas personas que parecen más disciplinadas.
Un estudio de autocontrol en estudiantes universitarios confirma esta hipótesis. Los estudiantes fueron instruidos para reportar cada vez que pensaran “Ups, no debería hacer esto” – por ejemplo, quedarse despiertos hasta muy tarde, dormir de más, comer de más, o procrastinar. Fueron más exitosos al adoptar conductas productivas no cuando resolvieron ser mejores personas, o cuando se distrajeron a sí mismos de la tentación, sino que cuando alteraron sus ambientes. En lugar de estudiar en el sillón de un dormitorio, con una televisión cercana, fueron a la biblioteca. Comieron mejor cuando sacaron la comida chatarra de sus refrigeradores. “El autocontrol exitoso”, escribe Wood, “viene, esencialmente, de ocultar el malvavisco”.
Incluso personas que obtienen altos puntajes en cuestionarios de autocontrol pueden deber su aparente virtud a factores situacionales más que solo a la buena suerte. Un estudio de estas personas en Alemania encontró que resistían la tentación sorprendentemente poco. “Vivían sus vidas de manera que escondían el malvavisco la mayor parte del tiempo”, escribe Wood. Esta observación lleva al punto crucial de su tesis: el camino para romper los malos hábitos no descansa en la determinación, sino que en la reestructuración de nuestro ambiente de formas que sustenten buenos hábitos. Wood cita al psicólogo Kurt Lewin, quien argumentaba que la conducta era influenciada por una “constelación de fuerzas” análogas a la gravedad o fluidez que hace que un río corra más rápido o lento. Esas fuerzas trabajan dependiendo de dónde estás, de quién te rodea, la hora del día, y tus acciones recientes. Logramos el control situacional, paradójicamente, no mediante la fuerza de voluntad, sino que eliminando la fuerza de voluntad de la ecuación.
La fuerza central para eliminar malos hábitos es, según Wood, la “fricción”: si podemos hacer que los malos hábitos sean más inconvenientes, entonces la inercia nos llevará en dirección a la virtud, sin siquiera exigir que seamos fuertes. Ella cita las formas en las que un aumento de fricción ha generado una disminución en los fumadores: leyes que prohíben fumar en restaurantes, bares, aviones y trenes; impuestos que han ayudado a triplicar el precio de los cigarrillos en EE.UU desde hace 20 años; la purga de cigarros en máquinas expendedoras, y de tabaco en publicidad de TV y radio.
Mientras tanto, sin embargo, comercios a nuestro alrededor intentan reducir esta fricción. Un cajero tomando una orden en McDonalds está obligada a preguntar, “¿Deseas papas fritas con eso?”. Esta simple pregunta nos incentiva a comer más grasas y carbohidratos. Ver Netflix en abundancia es facilitado por la manera en que el capítulo siguiente de la serie corre automáticamente después del anterior. Wood habla con M. Keith Chen, ex jefe de investigación económica de Uber, quien explica que la aplicación está diseñada para minimizar la fricción. “Los GPS de los celulares saben dónde estás”, dice él. “Ni siquiera tienes que pensar al respecto… Sales sin siquiera manejar efectivo”.
Esta tendencia de las compañías de actuar como nuestros facilitadores ha sido extensamente examinado en el best-seller de Charles Duhigg, “El Poder del Hábito” (2012). Al igual que Wood, Duhigg, quien era un reportero para The New York Times cuando escribió el libro, apunta formas en las que el diseño de la industria de la comida rápida propicia un mayor consumo. McDonalds estandariza la apariencia de sus restaurantes para gatillar patrones habituales de alimentación. Las comidas en varias cadenas están específicamente creadas para dar explosiones de sal y grasa que inmediatamente encienden los centros de recompensa del cerebro.
Examinando los esfuerzos corporativos por capitalizar mediante la formación de hábitos, Duhigg describe el trabajo de un gurú de la publicidad de a comienzos del siglo XX, Claude C. Hopkins, cuya campaña para la pasta de dientes Pepsodent se dice que estableció la “lavada de dientes” como un hábito común entre los norteamericanos. Cuando Pepsodent apareció por primera vez en 1915, pocas personas se lavaban los dientes, y un importante científico dental de la época condenó a todas las pastas de dientes como inútiles. Hopkins se focalizó su mensaje de marketing en la placa que cubre nuestros dientes; en 1917, todos sus anuncios del periódico proclamaban “es la causa básica de todos los problemas dentales”. De hecho, la placa puede ser removida temporalmente al comer una manzana, y las pastas de aquel entonces no removían más de lo que ya lo hacía el cepillarse sin pasta de dientes. A pesar de todo eso, Hopkins se decidió a amplificar los peligros de la placa y en decirle al público que Pepsodent era la única forma de librarse de ella. “Solo mueve tu lengua por sobre tus dientes”, decía otro anuncio. “Sentirás una capa – eso es lo que hace que tus dientes de vean descoloridos y decaídos”. En solo unos pocos años, Pepsodent se había transformado en uno de los productos más conocidos de todo el mundo.
Duhigg, como Wood, ve las rutinas habituales como guiadas por señales y recompensas. Pepsodent no era la única marca que decía remover la placa de los dientes, pero sus ingredientes aseguraban un sabor fresco, como ácido cítrico y aceite de menta, los cuales eran también ligeramente irritantes, produciendo un cosquilleo satisfactorio en la boca. Si Hopkins había creado una señal al advertir a los consumidores sobre la placa en sus dientes, la pasta en sí misma proveía de una recompensa física. Tales círculos de señal y recompensa son poderosos: si no nos hemos lavado los dientes, algo se siente mal. Dos décadas después de que Hopkins lanzara su campaña, usar pasta de dientes se ha transformado en una norma para la gran mayoría de la población. Hopkins, como Dughigg señala, había “creado un antojo”.
Donde Wood enfatiza el control situacional como una manera de hacer fáciles los hábitos buenos, Dughigg escribe acerca de una mujer que muerde sus uñas y que se le aconseja encontrar otra cosa con la que entretener sus manos, algo que produzca una estimulación física comparable, como golpetear sus nudillos contra la mesa. La idea es mantener intacta la poderosa estructura de la señal y la recompensa, pero modificar el contenido de la rutina. Para ambos escritores, sin embargo, la clave no está en romper un hábito por fuerza de voluntad sino que reemplazando un hábito por otro.
Ambos enfatizan también el rol del esfuerzo consciente – no al resistir un hábito sino que al analizarlo, para formular mejor una estrategia de reforma. Dughigg describe cómo, después de haber adquirido cierto sobrepeso, dejó de comprar galletas tras cada tarde en la cafetería del Times. Poner una nota junto a su escritorio con la orden de no comer una galleta no serviría de nada: lo ignoraría, pasearía por la cafetería, conversaría con sus colegas en la caja registradora, y compraría y comería su galleta. Entonces se propuso identificar el desencadenante de su hábito, adoptando cinco categorías propuestas por los investigadores: tiempo, lugar, estado emocional, otras personas y la acción que precede inmediatamente a la habitual. ¿Tenía hambre, estaba aburrido, necesitaba un descanso o un alza de azúcar en la sangre? Cambió su rutina, comiendo una rosquilla en su escritorio en lugar de visitar la cafetería, o dando un breve paseo afuera. Estaba probando hipótesis: si comer la dona en su escritorio no saciaba la necesidad de ir a la cafetería, podía descartar el azúcar. Mediante un proceso de eliminación, determinó que su hábito estaba realmente impulsado por la necesidad de interacción y distracción. El mejor reemplazo para una galleta fue ir al escritorio de un amigo a hablar.
Wood termina su libro con consejos para aquellos de nosotros que nos hemos convertido en rehenes de nuestros smartphones. Ofrece una estrategia paso a paso. Primero, reconozca su dependencia y reconozca cómo el hábito interrumpe su trabajo, sus interacciones sociales y la conducción segura de un auto. A continuación, «controle las señales de contexto», es decir, identifique lo que lo impulsa a tomar el teléfono. Para mí, las señales son auditivas (el ping, las trompetas) y visuales (las ventanas emergentes en la pantalla). a sabía que poner el teléfono en silencio no era suficiente para romper el hábito, pero, como en el experimento de malvavisco, estando fuera de la vista podría estar fuera de mi mente. Por las mañanas, preparando el desayuno, descubrí que me ayudó a dejar el teléfono en otra habitación. En el auto, entró en la guantera. Cuando caminaba, lo guardaba en un bolsillo con cremallera. Había otras formas de generar fricción y hacer que el hábito fuera más difícil de satisfacer. Apagar el teléfono por completo fue mucho más efectivo que silenciarlo, no porque no tuviera curiosidad sobre quién podría haberme enviado un correo electrónico, sino porque volver a encenderlo era una molestia.
Wood nos aconseja proponer nuevas recompensas como sustitutos de las que proporcionaba el teléfono. Escuché música en la radio del auto. Por la noche, en lugar de desplazarme por tweets y correos electrónicos, busqué autores que nunca antes había leído. Al final de cada día, me sentía más tranquilo, y libre.
Por Equipo Espacio Mutuo
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