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			Por Felipe Bunster | Gerente General de Mutual de Seguridad
La entrada en vigencia de la Ley Karin hace un año marcó un hito relevante en la evolución de las relaciones laborales en Chile. Esta legislación, orientada a prevenir el acoso laboral y a mejorar los ambientes de trabajo, ha sido un llamado a revisar no solo los procesos internos, sino también los comportamientos, estilos de liderazgo y dinámicas culturales al interior de las organizaciones.
Uno de los aprendizajes más evidentes durante este primer año es que el problema del mal trato no se limita a relaciones jerárquicas. La conflictividad horizontal —entre colegas o dentro de equipos de trabajo— representa una proporción significativa de los casos reportados. Este hallazgo refuerza una convicción fundamental: el éxito de esta ley no depende únicamente de contar con protocolos adecuados, sino de la capacidad real de generar un cambio cultural en toda la organización.
El foco debe estar puesto en construir ambientes laborales basados en el respeto, la colaboración y la claridad en las reglas de interacción. Para lograrlo, se requiere avanzar en tres dimensiones: liderazgo, estructura y cultura.
Primero, los líderes cumplen un rol clave. No basta con conocer la normativa. Se requiere modelar con el ejemplo, actuar con coherencia, intervenir oportunamente frente a situaciones de conflicto y promover espacios seguros para el diálogo. El liderazgo efectivo hoy se mide también por su capacidad para anticipar, escuchar y gestionar entornos saludables.
Segundo, es fundamental contar con sistemas claros para identificar y abordar situaciones complejas. La objetivación de los hechos, la existencia de canales formales y la disponibilidad de métricas permiten evitar decisiones basadas exclusivamente en percepciones o juicios personales. Estos elementos son indispensables para resguardar tanto la equidad en el proceso como la reputación interna y externa de la organización.
Tercero, la cultura. Los equipos de trabajo funcionan en base a relaciones. Y esas relaciones —cuando son constructivas— potencian el rendimiento individual y colectivo. El respeto mutuo, la colaboración entre pares y la disposición a resolver diferencias de manera abierta son prácticas que deben instalarse como parte del estándar organizacional, no como acciones extraordinarias.
En este contexto, la conversación adquiere un valor estratégico. Las organizaciones que promueven espacios de diálogo regular, transparente y respetuoso tienen mayores posibilidades de detectar tensiones a tiempo, corregir conductas y prevenir escaladas de conflicto. Conversar no significa solo retroalimentar; implica también escuchar activamente, validar preocupaciones y construir soluciones en conjunto.
En el pasado, muchos de estos problemas eran invisibles o considerados “parte del trabajo”. Hoy, contamos con evidencia, reportes y métricas que permiten dimensionar su real impacto. Eso exige una respuesta acorde, que combine medidas de prevención, gestión del cambio y una evaluación constante del clima laboral.
También es importante entender que las soluciones no siempre deben venir desde la alta dirección. Existen oportunidades de mejora que pueden surgir desde los propios equipos. Por eso es clave fomentar una mirada horizontal y ascendente, donde todos se sientan parte del esfuerzo por mejorar.
La Ley Karin ha sido un paso importante, pero el verdadero desafío está en cómo cada organización asume la responsabilidad de convertir este marco normativo en una oportunidad de transformación. No se trata solo de evitar sanciones, sino de construir entornos donde las personas puedan desarrollarse, aportar y trabajar con confianza.
El cambio es cultural. Y por lo mismo, es responsabilidad de todos. Pero el liderazgo tiene un rol insustituible en guiar, sostener y consolidar ese cambio en el tiempo.
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